De camino a su casa Ernesto se recordó que debía
aprovechar el tiempo, sabía muy bien que su periplo en esta vida era limitado,
la imaginó como un paquete de arroz del que cada día gastaba un grano. La idea
de tener a la vista el contenido e ir viendo como se iba vaciando lenta pero
inexorablemente le turbó. Cada grano gastado, consecuencia de un día vivido, no
debía ser desperdiciado, habría de germinar. Lo finito de la vida le causó premura y desazón. Pensaba que aún quedaban
cabos sueltos, como el amor, de él quería experimentar su pasión, el desenfreno
y quemarse entre sus llamas hasta arder
como una tea llegando al fin hasta sus últimas consecuencias. Y haría lo que fuera para provocar que ocurriera.
La pregunta que le había hecho Isaac Luck le hizo que aún lo
deseara más: “¿Ha estado casado, tenido hijos?” Le faltó el valor para confesarle
que en realidad no había conocido el amor, nunca había acariciado un cuerpo
desnudo, ó besado apasionadamente. Sólo
sabía de amores platónicos por
consiguiente soñaba lo que imaginaba que sería. Era el amor que sintió por
Lucía. ¿Qué habría sido de ella?, se habría casado, tendría marido e hijos, ¿estaría
separada?. Todo podía ser. Vivir en pareja no daba las garantías de encontrar
el amor. Después de todo, él no era el único que andaría buscándolo, aunque sí
fuera de los pocos que aún no lo hubiese experimentado. Ahora mas que nunca lamentaba
el tiempo perdido, y recuperarlo era uno de sus nuevos propósitos.